Cuando cortaron los árboles, era como si me quitaran mis brazos
Fue la frase con la que una niña rioloreña se pronunció en el Festival de Muralismo realizado en Rioloro y Nueva Veracruz en el 2017 respecto a la construcción de la hidroeléctrica El Quimbo, en Huila, Colombia. Siendo una niña de ciudad, sin vivir consecuencias directas de la deforestación u otra situación similar, me preocupaba por el medio ambiente y me preguntaba cómo podría contribuir al cambio. Al salir de la universidad luego de haber escogido mi camino académico con base en esa preocupación, la idea principal que tenía era que las energías renovables, en todas sus formas, incluyendo las hidroeléctricas, hacían parte de la gran solución.
Si bien las energías renovables sí son fundamentales para transitar a un modelo de producción energética sostenible, hoy entiendo que mi visión era estrecha y que el cuidado del medio ambiente es relevante en la medida que se mire políticamente, es decir, se miren las implicaciones sociales y relacionales de poder a través de él y con él.
En Colombia, el 68% de la energía que consumimos y exportamos se produce en hidroeléctricas. Las centrales hidroeléctricas son instalaciones en las que se transforma la energía del movimiento de cuerpos de agua en energía mecánica con turbinas hidráulicas y posteriormente en energía eléctrica por medio de generadores eléctricos. Para que este proceso de transformación energética suceda se requiere establecer extensas represas de agua, lo que modifica los ecosistemas y las rutas migratorias de vida silvestre, intensifica el desplazamiento forzado de comunidades aledañas y causa deforestación, por nombrar algunas consecuencias.
El río Magdalena, también llamado río Madre, es el principal del país y el más intervenido para transformar energía: hoy sus aguas y las de su cuenca son utilizadas por 24 de las 28 hidroeléctricas más productivas del país, entre ellas, El Quimbo. Aunque es claro que la producción de energía en hidroeléctricas representa menos emisión de gases invernadero a costa de una considerable devastación ecológica, se ha pasado por alto observar y cuestionar las repercusiones sociales con un enfoque de género.
Soy el terreno invadido, naturaleza robada
Proyectos como El Quimbo pueden verse como un ejemplo de política del agua indigna que no representa un camino al desarrollo económico y social de lxs habitantes del territorio, en especial, de las mujeres. La expresión de la niña rioloreña ilustra la forma en la que el género condiciona el habitar el territorio y los espacios; es un guiño a postulados ecofeministas en los que hay una relación clara entre los cuerpos feminizados y el territorio.
Lo anterior no necesariamente afirma que las mujeres estemos vinculadas a la naturaleza de forma esencial. Más bien, que “existen importantes paralelos históricos, culturales y simbólicos entre la opresión y explotación de las mujeres y la naturaleza”. Un ejemplo de esto es la diferenciación que se hace culturalmente de lo que significa ser hombre y mujer: los primeros son civilizados, racionales y dominantes, las segundas más dadas a la naturaleza, a la emocionalidad y a ser secundarias.
En realidad, lo que vincula a las mujeres con la naturaleza es producto de la construcción social; “de las divisiones del trabajo y roles sociales concretos establecidos en los sistemas históricos de género y de clase, y en las relaciones de poder político y económico asociadas con ellos”.
Las mujeres y la naturaleza también están vinculadas de una forma muy particular respecto al sistema capitalista. Así como éste se sostiene gracias al trabajo de cuidado no remunerado que las mujeres hacen, también se sostiene de los costos externalizados de utilizar los recursos naturales. Se le llama costo externalizado al costo oculto de producir x cosa que no está reflejado en el precio de venta de ésta, como la contaminación del agua potable o los impactos de salud en trabajadorxs. Así, el trabajo de cuidado hace parte de los costos externalizados que no son asumidos por la rueda capitalista.
Las formas en las que proyectos extractivistas como las hidroeléctricas afectan a las mujeres y sus comunidades giran en torno a la pérdida de autonomía sobre el territorio que habitaban, que era suyo y de su gente, y, por ende, sobre su propio cuerpo.
La privatización del agua del río Magdalena lleva a que las mujeres, que cargan a cuestas el rol de cuidadoras, tengan que empezar a preocuparse por la escasez del recurso y las obliga a sumar a la lista de labores de cuidado la gestión del mismo para la alimentación familiar. Cuando el acceso al agua es limitado, el 64% de la responsabilidad de proveer agua al hogar se les atribuye a las mujeres, el 24% a los hombres y el resto a lxs niñxs.
También, la visión del río no sólo como fuente de agua sino como lugar de (re)unión comunitaria entre mujeres se ve debilitada. Esto afecta el tejido social porque el agua no es solamente un recurso mercantilizable que se pueda tratar bajo una relación unidireccional; es parte de una relación simbiótica que lxs habitantes de estos territorios mantienen con sus espacios. En el conflicto socioambiental que surge de la construcción de proyectos hidroeléctricos no solo se disputa un recurso sino cosmovisiones de vida.
Por otro lado, en el marco de proyectos como El Quimbo, las mujeres hacen parte de procesos de resistencia comunitaria de forma desigual, ya que sus opiniones no son tomadas en cuenta con la misma importancia que las de los hombres a su alrededor. Sin embargo, la reivindicación de su rol como soporte emocional, líderes de las labores del hogar y cuidados es fundamental para entender que, sin ellas, la resistencia se queda coja.
Estos megaproyectos extractivistas enmarcados en la construcción de hidroeléctricas no sólo vulneran el acceso al agua y a todo lo que gira en torno a ella, sino también el acceso a la tierra. Las personas que son desplazadas de su hogar no sólo son despojadas de una vivienda y un tejido social, sino de la posibilidad de producción alimentaria en esa tierra. El acceso a la tierra es fundamental para las economías de subsistencia, en las que se cultiva para comer y en las que, mundialmente, el grueso de lxs trabajadorxs está conformado por mujeres.
Ahora bien, ¿por qué siguen prevaleciendo las relaciones de dominio y poder sobre la naturaleza y las mujeres? ¿Por qué se ignora que el trabajo de subsistencia, como el doméstico y el reproductivo, son en efecto trabajos y que no son remunerados? El ecofeminismo responde a este cuestionamiento mencionando un término muy importante hoy en día y sobre el que gira la producción de energía: el desarrollo.
Desarrollo energético… ¿para quiénes?
Los discursos alrededor de las energías renovables están llenos de optimismo por un futuro más limpio y sostenible y de la palabra desarrollo. Las mujeres del Sur global DAWN (Development Alternatives for Women in a New Era/Alternativas de desarrollo para las mujeres en una nueva era) definen el desarrollo como “la gestión y el uso de recursos de manera socialmente responsable, la eliminación de la subordinación de género y la inequidad social, y la restructuración organizativa necesaria para llegar a ello”. Sin embargo, no es ésta la definición de desarrollo que los discursos mencionados consideran pertinente y de ahí se deriva que no se cuestione a quiénes se está excluyendo de dicho futuro más limpio y sostenible.
Desde la perspectiva ecofeminista, lo que hoy en día recibe el nombre de desarrollo no es más que una política global de subordinación establecida por multinacionales occidentales y gobiernos de países económicamente poderosos para conservar su posición hegemónica. Una de las bases de esta política es la explotación de la naturaleza y de la gente, sobre todo de las mujeres.
Dicha política es contradictoria con lo que Silvia Federici llamaría la política de los comunes, que consiste en “diversas prácticas y perspectivas (…) que buscan mejorar la cooperación social, debilitar el control del mercado y el Estado sobre nuestras vidas, alcanzar un mejor reparto de la riqueza y, en definitiva, poner límites a la acumulación capitalista”, y es excluyente, ya que depende del trabajo no remunerado de lxs pobres, racializadxs y de las mujeres (que la tienen más difícil si también son parte de éstos otros dos grupos) para prevalecer, al mismo tiempo que “lo degrada completamente al nivel de actividad improductiva”. ¿Quién, entonces, puede probar los beneficios de este desarrollo si no obtiene ingresos de su trabajo en un sistema que te borra si no tienes dinero?
Si el desarrollo energético se desmarcara de la lógica del crecimiento económico como única forma de medirlo y consideráramos como parte fundamental la resolución paralela de problemas sociales, estaríamos acercándonos a un genuino desarrollo económico y social, que debe considerar las políticas de los recursos como el agua desde un punto de vista sostenible y comunitario, no extractivista.
La vinculación de visiones de género y equidad social en las políticas energéticas y de manejo de recursos se debe considerar a la hora de fomentar la adaptación a energías renovables. No se puede asumir que, como son en teoría opuestas a las energías convencionales derivadas del petróleo y el gas, las energías renovables son una solución a problemas sociales. Así como las ayudas económicas (como los microcréditos) por sí solas no resultan en mejor calidad de vida para las mujeres, la transición energética al aprovechamiento de fuentes de energía renovables no resulta siempre en justicia social y ambiental. Incluso, podría intensificar la desigualdad si no se hace un enfoque interseccional de género, raza y clase.
Mientras escribía este texto me preguntaba si en realidad podemos escribir una historia ambiental diferente a la que se ha construido con base en la apropiación violenta e inequitativa de los recursos. Iniciativas de micro hidroeléctricas, que son sistemas cuyo fundamento técnico es el mismo que las hidroeléctricas pero a pequeña escala, me invitan a pensar que sí. Por ejemplo, la organización CAREL (Centro Alternativo Rural El Limón) desarrolla proyectos de este tipo en zonas rurales de República Dominicana involucrando a lxs habitantes, impulsando la participación igualitaria y permitiéndoles apropiarse en comunidad de los sistemas de producción de energía.
Para que sea posible articular la vida digna de las mujeres y sus comunidades con el aprovechamiento de recursos como el agua del río Magdalena y de su cuenca, es imprescindible que se visualice un desarrollo energético enmarcado en justicia social y ambiental y que exista un enfoque de género en los proyectos de energía renovable, incluyendo los de hidroeléctricas. Involucrar a lxs niñxs y las mujeres en los procesos de transición energética puede ser una de las formas de avanzar hacia un desarrollo verdaderamente justo e igualitario.
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